La aclamada serie que explica a tiempo real y sin reparos lo que está pasando en el mundo

Hay series que repasan el pasado, otras imaginan el futuro, pero solo ‘The good fight’ se atreve a analizar el presente, desde la administración Trump hasta el escándalo Epstein

Hay series con cerebro y series con vísceras. Las que apelan a la inteligencia del espectador o las que le ofrecen emociones de combustión inmediata y digestión rápida. The good fight (Movistar +) recoge lo mejor de ambas tradiciones. Es cerebral en su pretensión de mostrarnos los Estados Unidos de la era Donald Trump en toda su lisérgica desmesura, su mezquindad, su complejidad y sus desconcertantes matices. Y es visceral en su apuesta por sumergirnos en un universo de personajes a los que podemos adorar o aborrecer desde una conexión emocional directa, sin coartadas y sin filtros.

En una magnífica, por poco frecuente, cuadratura del círculo, The good fight quiere ser serie de culto sin renunciar del todo a ser frívola, a ser pop, a ser placer culpable. A ratos nos intriga y nos instruye, pero sin por ello renunciar a divertirnos, fascinarnos o seducirnos. Estimula tanto la masa gris como el cerebro reptiliano. Nos explica en qué consiste una orden ejecutiva confidencial o un comité de acción electoral con un nivel de detalle digno de El ala oeste de la Casa Blanca (y nos invita a preguntarnos, desde el anacronismo fértil, qué hubiese sido del movimiento #MeToo en unos Estados Unidos presididos por Hillary Clinton), pero no se resiste a embarcar a sus deliciosos personajes en subtramas folletinescas, intrigas, amoríos, historias de drogas, violencia dadaísta y sexo clandestino.

La serie nació como un spin off de otra producción estupenda, The good wife, que ya había agotado su vida útil. Lleva en antena desde febrero de 2017, supo desde el primer instante qué quería ser de mayor y sigue en franca progresión, consolidando su imaginario, creciendo capítulo a capítulo.

La cuarta temporada, reducida por la crisis pandémica a solo siete episodios, dejó claro que esta ficción rupturista sin por ello dejar de ser apta para todos los públicos está aún muy lejos de entrar en su fase de obsolescencia programada. “Me he quedado estupefacto, voy a tardar una semana en digerirlo”, escribía el comentarista televisivo Scott Tobias tras ver su capítulo final. La serie se despedía asomando a los espectadores al escándalo Jeffrey Epstein, el depredador sexual convicto y confeso que fue hallado ahorcado en su celda el 19 de agosto de 2019. Y lo hacía, contra pronóstico, abordando tan feo asunto en toda su sordidez, sin olvidarse de repasar las teorías de la conspiración de muy distinto signo que pretenden involucrar en la trama a Donald Trump, al matrimonio Clinton o al grueso de la supuesta élite frívola y corrupta de Hollywood.

La reciente detención de Ghislaine Maxwell, pareja de Epstein y presunta cómplice en su red de abusos, ha añadido una dosis adicional de (siniestra) actualidad a tan osado capítulo. “Que vuelva pronto The good fight”, pedía Tobias, “necesito saber cómo va a contarnos la pandemia o la revuelta cívica de Black Lives Matter”.

La serie creada por Michelle y Robert King es un referente de estilo gracias a detalles como el bolso Birkin de 40.000 dólares que se compra la abogada Lucca Quinn con el dinero ganado en una timba de póquer o la chaqueta de tweed de Fendi que luce su protagonista, Diane Lockhart, pero ofrece más, mucho más, que una lustrosa, espléndida fachada. Hay ficciones modélicas que nos proyectan al futuro para hablarnos del presente (El cuento de la criada) o que reescriben el pasado con trazo fino y preciso (La conjura contra América). Pero solo The good fight se está atreviendo a hacer crónica periodística en tiempo real con un nervio analítico y una puntería que rara vez alcanzan los artículos de The Atlantic o los informativos de la CNN. Todo ello, sin rebajar la dosis de sentido del humor cáustico e irreverente.

Para el escritor Jordi Carrión, experto en ficciones catódicas y autor del ensayo Teleshakespeare: las series en serio, “The good fight se ha convertido en la serie que mejor disecciona, desde la ficción, los mecanismos perversos de la administración Trump. Mediante una dramaturgia irónica, ha ido analizando las políticas migratorias del presidente, su relación corrupta con la justicia o las dudas del Partido Demócrata, que no encuentra una estrategia ganadora para oponerse al peor presidente de la historia de Estados Unidos”.

Carrión destaca también “la evolución del personaje de Diane, que en las últimas temporadas ha empezado a consumir drogas recreativas o a reírse amargamente de todo”. A través de ella, los creadores de esta serie politizada hasta la médula retratan “su profundo desencanto con su propio gobierno”.

Algunos de sus detractores en Estados Unidos le han colgado la etiqueta de ficción “liberal”, hostil a Trump sin apenas matices desde un cosmopolitismo urbano y prodemócrata muy de Chicago, completamente ajeno a la realidad y a los valores de la “otra” América. Los King son muy conscientes del sesgo ideológico que se les atribuye. Lo han asumido con naturalidad, pero también han hecho encomiables esfuerzos por matizarlo para no caer en un maniqueísmo de vía estrecha.

Así, dos de los personajes más dignos e íntegros de la serie, Kurt, el marido de Diane, y el juez afroamericano Julius Cain, son simpatizantes del Partido Republicano que votaron a Trump y defienden sus razones con inteligencia y sin reservas. Podemos no compartir sus argumentos, pero sí nos vemos impelidos a respetarlos.

También el primer capítulo de la última temporada, en el que Diane sufre una extraña ensoñación y va a parar a una dimensión paralela en la que Hillary Clinton ganó las elecciones de 2016, es un ejemplo de esa voluntad de distanciarse de las propias convicciones, de poner en discreta cuarentena la agenda política de la serie para, una vez más, asomarse al abismo de la complejidad y los matices.

Diane llega a la dolorosa conclusión de que en esos Estados Unidos supuestamente idílicos nunca se hubiese producido la marcha de las mujeres, depredadores sexuales como Harvey Weinstein camparían aún a sus anchas y al menos una parte de las élites progresistas contribuiría a la tarea de silenciar y desacreditar a sus víctimas. ¿Contra Trump vivimos mejor?

Fuene: Elpais.com

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