Viernes 15 de octubre de 2021.Tiempo Ordinario, Año Impar, Semana No. 28º

Santa Teresa de Jesús

Rom 4,1-8: Abrahán creyó en Dios

Salmo 31: Tú eres mi refugio; me rodeas de cantos de liberación

Lc 12,1-7: Ustedes valen más que los gorriones

Cuando me diagnosticaron cáncer de colon surgía en mi interior un sentimiento dual; por un lado, la confusión del momento, por otro lado, la calma con la que viví todo el proceso de la enfermedad. La confusión fue mayor, cuando me anunciaron que me debía volver a operar por metástasis en el hígado, dos y tres ocasiones. Por un momento llegué a ponerle nombre a mi enfermedad. La llamé Viridiana, haciendo memoria de la película de Luis Buñuel. La enfermedad oncológica se había presentado en mi vida para debilitarme, y yo iniciaba un proceso contrario para fortalecerme.

Vinieron a mí, como las palabras más apropiadas a mi situación, las que recoge Mateo:  11,28-30:

“En aquel tiempo, Jesús tomó la palabra y dijo: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera»”.

En mis momentos de soledad contemplaba sereno un Cristo yacente de Gregorio Fernández que está en la iglesia de San Pablo de Valladolid. Aceptaba la enfermedad y la lucha, pero había algo que protestaba en mi interior: “¡No podía morir antes que mi madre!”. Me rebelaba profundamente, pero al igual que Jesús en el monte de los olivos deseaba que pasara de mí este cáliz de amargura; y a pesar de todo, me lancé a la confianza en Dios, y expresé sus mismas palabras “que se cumpla tu voluntad”.

En el momento presente doy gracias a Dios por la oportunidad de vivir alejado de Viridiana, y recuerdo las escenas de sanación cuando Jesús curaba a los enfermos. No deja de ser una experiencia de fe, el hecho de sentirme salvado por el momento.

El Yacente tiene su pecho herido, con cicatriz abierta, lo que antes era un ostensorio que contenía la Sagrada Forma, me permite pensar en la idea de que la muerte contiene la vida, una idea expresada en el Evangelio de Juan “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23-29).

De alguna manera, la calma con la que viví todo mi proceso oncológico, me hizo comprender que Dios habitaba en mí como en aquel cuerpo abandonado. No había soledad, su misión seguía siendo la misma: “Al abatido una palabra de aliento” (Is., 50, 4-7). Sin darme cuenta, identifiqué las dos operaciones que me realizaron con este Cristo. El abatido era mi persona, mi cuerpo, mi juventud. Recibía la vida nuevamente, cuando miraba la cicatriz de la lanza que sustituyó al tabernáculo de este Cristo Yacente.

Ahora comprendo con mayor profundidad la expresión que Jesús decía a sus discípulos: “quien quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt. 16, 24-28)

Toda esta identificación nos da razones para la esperanza, para situarnos en el amor que Dios nos ha tenido, y encontrar en el Hijo de Dios, ese amor con el que nos expresó la cercanía de Dios.

F/ Dominicos.org

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